Obediencia y autoridad en la escuela
Autor:
Antonio Brea Balsera |
Fuente:
La Razón |
1/7/aaaa |
El ser humano necesita de sus semejantes y por ello es un ser social. Si atendiéramos a sus carencias fisiológicas, el hombre sería indudablemente un ser débil. Y sin embargo, reina sobre el medio ambiente circundante gracias a una inteligencia que le enseñó, a lo largo de cientos de miles o millones de años, que sus posibilidades de supervivencia dependen de la íntima colaboración con sus semejantes.
En esa verdad, fundamentada en las leyes de la Naturaleza, se encuentra el origen mismo de la sociedad, como agrupación de individuos que actúan unidos en la búsqueda del bienestar y de otros fines de carácter ideal, sin los cuales aquella carece de auténtica pujanza y vitalidad. La sociedad, cuya manifestación superior de organización es el Estado, admirable maquinaria colectiva fruto de los siglos de trabajo y organización de un colectivo humano.
Durante siglos, sociedad y Estado se han basado en dos principios de organización fundamentales para poder cumplir sus fines: la autoridad y la obediencia. La autoridad es el criterio jerárquico y ordenador de la sociedad. Toda sociedad necesita para su funcionamiento de unos códigos, tanto de orden práctico como de orden moral, que marquen a los individuos y los grupos que la componen los límites de conducta compatibles con la consecución del bien común. Aquellos individuos o colectivos que asumen la elaboración, representación o ejecución de dichos códigos están investidos de la autoridad, de la capacidad de dictar a los demás los límites de lo correcto o incorrecto en el camino común hacia el cumplimiento de los fines sociales.
La autoridad, sin embargo, para serlo efectivamente, necesita de la obediencia, entendida ésta como el compromiso, por parte del resto de componentes de la sociedad, de respetar los límites de conducta trazados por las autoridades. Cuando la autoridad se ejerce con justicia, y el cumplimiento de la obediencia no vulnera la dignidad personal, no se produce violación alguna del principio de libertad. Al contrario, el imperio de la autoridad y la obediencia garantizan la libertad colectiva, sin la cual no existen libertades individuales reales.
La escuela, como transmisora de los valores de una sociedad, es reflejo fiel de las afirmaciones anteriores. En ella el profesor encarna la autoridad, puesto que dicta los códigos de conducta a seguir por los alumnos, los cuales no sólo le deben respeto, sino también obediencia, entendida ésta como la disposición a seguir las pautas de comportamiento dictadas por el docente. Estos principios básicos, que durante milenios han regido la disciplina escolar en cualquier civilización, han entrado en los últimos lustros, en España y en otros países del mundo occidental, en una profunda crisis. No para abrir caminos de libertad al alumnado, sino para privarle del derecho a recibir una educación de calidad.
¿Cómo se manifiesta esta crisis en la práctica docente cotidiana? A través del miedo de los profesores a ejercer su autoridad y de la incapacidad de los alumnos para obedecer. Los profesores, porque se sienten solos, en el ejercicio de su autoridad, ante la incomprensión de padres y alumnos, y ante la insolidaridad de las administraciones educativas. Los alumnos, porque en muchos casos nadie les ha enseñado a obedecer, ni en el ámbito familiar, ni escolar, ni social.
Porque la problemática que tratamos no es exclusivamente escolar, sino que afecta al conjunto de la sociedad. En ella, la autoridad encarnada por el Estado se halla en franco retroceso frente a los abusos crecientes de individuos y de grupos de individuos contra el resto de la colectividad. Los síntomas de esto los vemos diariamente en las más diversas esferas de nuestra existencia cotidiana: hordas alcoholizadas impiden habitualmente el descanso de las familias trabajadoras; delincuentes multirreincidentes actúan en una impunidad casi absoluta; vándalos automovilistas quebrantan cada día las normas de la seguridad vial; asesinos brutales son castigados con penas ridículas en función de su edad; espectáculos soeces y repugnantes invaden a cualquier hora la intimidad de nuestros hogares a través de la televisión; poderes municipales incumplen las normativas dictadas por los poderes autonómicos; poderes autonómicos se rebelan abiertamente contra el poder estatal...
Y ante todo ello, encontramos o la respuesta acomplejada del Estado, o su total ausencia de respuesta. Y como los males de la escuela, la sociedad y el Estado interactúan entre sí, el alumnado es cada día más descuidado, más indómito y más agresivo, contagiado por los ejemplos que presencia cotidianamente en el mundo adulto. Este drama social reclama el análisis de sus causas, la revisión de los desvaríos ideológicos que nos han conducido al mismo y la adopción de medidas para combatirlo. A ello deberíamos dedicar buena parte de nuestro tiempo y esfuerzos todas las personas que desempeñamos algún tipo de función responsable en el seno de la colectividad. Entre ellas, como es natural, los que nos dedicamos a la profesión docente.
Por nuestra parte, por la de los profesionales de la educación, quizás sólo nos queda el seguir una vía tan simple como difícil. La de la lucha por la restauración de los principios éticos que durante siglos ayudaron a la cohesión de nuestra Sociedad. Hablamos del ejercicio equilibrado de la autoridad, de la obediencia responsable a la autoridad justa y de la inserción de nuestra libertad individual en la libertad colectiva. Como docentes, estamos moralmente obligados a vivir y transmitir dichos principios, para mejorar no sólo el entorno escolar, sino también el social, en busca de la cohesión, la armonía y la justicia colectivas.
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